La ciencia detrás del insulto: ¿Cómo y por qué se utilizan las palabrotas?

Algunos estudios han analizado los efectos del lenguaje grosero en el cerebro y la sociedad.

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alabras malsonantes, respuestas bordes, exabruptos, salidas de tono... El lenguaje grosero y vulgar también ha sido objeto de estudio en diversas disciplinas científicas como la lingüística, la psicología, la sociología o la neurociencia. De hecho, algunas investigaciones han revelado múltiples aspectos sobre por qué y cómo las personas utilizan palabras soeces, así como los efectos que tienen en el cerebro y la sociedad.

Así, según los expertos, se considera que el lenguaje grosero tiene varias funciones sociales y psicológicas. En contextos informales, puede servir para reforzar lazos sociales o de camaradería. Precisamente, algunos investigadores hablan de que el uso de palabras vulgares en un determinado grupo puede aumentar la cohesión grupal y la sensación de pertenencia.

Ya a nivel individual, el lenguaje grosero puede actuar como un mecanismo de liberación emocional. En concreto, y aunque pueda parecer lo contrario, decir una palabrota puede ayudar a aliviar el dolor y el estrés. Eso fue lo que observó un estudio publicado en 2009 por el científico Richard Stephens y sus colegas. Curiosamente, comprobaron que las personas que maldecían mientras sumergían sus manos en agua helada podían soportar el dolor por más tiempo que aquellas que no lo hacían.

Desde una perspectiva neurocientífica, el lenguaje vulgar activa diferentes áreas del cerebro en comparación con el lenguaje neutral. En particular, las palabras tabú son procesadas por áreas relacionadas con la emoción, como la amígdala, que juega un papel clave en la respuesta del cuerpo al estrés y la excitación emocional, lo cual explica por qué las palabrotas pueden tener un impacto emocional más fuerte que el lenguaje neutral.

No en vano, el desarrollo y uso del lenguaje grosero también están influenciados por factores culturales y contextuales. Las normas sociales sobre qué constituye un lenguaje grosero pueden variar considerablemente entre culturas y subculturas.

Por ejemplo, una palabra considerada ofensiva en un país puede no tener la misma connotación en otro. Además, el contexto en el que se utiliza el lenguaje grosero (como la informalidad de una conversación entre amigos, o en cambio, un entorno profesional) puede determinar invariablemente su aceptación o rechazo.

En este sentido, un estudio realizado por los investigadores Richard Stephens, John Atkins y Andrew Kingston y publicado en la revista NeuroReport en 2009 analizó cómo el uso de palabrotas puede aumentar la tolerancia al dolor.

En el contexto deportivo –sobre todo en el fútbol-, el acto de proferir insultos está muy extendido, y no solo entre los aficionados sino también entre los propios jugadores, en un intento de desanimar a los oponentes y ganar ventaja.

Precisamente sobre este asunto habla Rafi Kohan en su libro ‘The Only Book about Destroying Your Rivals That Isn't Total Garbage (PublicAffairs, 2023)’, donde asegura que la palabrería soez es mucho más que un intercambio verbal.

En su nivel más básico, señala Kohan, este tipo de improperios se debe a un lenguaje de competición. Según el experto, es un comportamiento humano omnipresente que abarca culturas, países y siglos, una sigilosa herramienta psicológica utilizada por políticos, cómicos y empresarios por igual.

“Si nos fijamos en el papel que desempeña el lenguaje vulgar en la creación de vínculos de grupo, tiene aplicaciones muy claras en la creación de un sentimiento de «nosotros contra ellos»”, asegura el experto. “Cuando se habla mal de un rival, se refuerza un sentimiento de identidad. Refuerzas quiénes somos nosotros y quiénes son ellos”, añade.

En declaraciones a la revista Scientific American, Kohan revela que una teoría que se baraja sobre por qué este tipo de lenguaje funciona para sacar a la gente de sus casillas, es que aprovecha el miedo al aislamiento social, al ostracismo, a ser expulsado. “Se aprovecha de ese miedo primario y profundamente arraigado a quedarnos solos y morir. Para llevarlo a un nivel biológico, insultar es sugerir que no tienes recursos para sobrevivir”, puntualiza.

¿Cómo afectan los insultos?

Pero, ¿cómo afectan estos insultos verbales en el terreno de juego? “Cuando experimentas estrés, puedes tener dos reacciones fisiológicas divergentes: una de desafío u otra de amenaza. En la primera, el corazón bombea sangre a las extremidades para que puedas actuar, y tu rendimiento mejora”, explica el experto.

“En la segunda, el cuerpo se prepara para un ataque violento (la vasculatura pulmonar se contrae, la sangre vuelve a los órganos centrales) y el rendimiento disminuye drásticamente”, matiza. Por tanto, según el autor, el hecho de usar el insulto en una competición deportiva se apoya en estos miedos para intentar provocar el mismo tipo de respuesta biológica que lleva a las personas a un estado de amenaza.

“Hablar mal puede ser perjudicial para el rendimiento, pero al mismo tiempo, algunos entrenadores dicen que hablar mal entre los jugadores es señal de un ambiente sano en el equipo, porque es un mecanismo de unión. Parece que a algunos jugadores les estimula”, agrega.

Por tanto, hablar de mala forma puede ser una señal de que te sientes cómodo con la gente con la que hablas mal. “La confianza puede disfrazarse de incorrección. En realidad, puede ser un esfuerzo para estrechar lazos”, arguye. “Es una forma de negociar el estatus social y los papeles en un grupo”, en sus palabras.

 

 

 

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